viernes, 18 de agosto de 2017

“El costo humano de los agrotóxicos”, postales del ecocidio en Argentina


El trabajo fotográfico de Pablo Piovano podrá verse hasta el 19 de septiembre en el Palacio Ferreyra. Son 85 imágenes, con historias personales y universales que representan un testimonio potente y conmovedor, y denuncian las consecuencias del uso de agroquímicos.

por Consuelo Cabral

Las imágenes del horror se suceden una tras otra. Un niño abrazado a sí mismo, sin pelo, con la piel destrozada por el rocío fatal de los aviones que disparan agroquímicos. Una mano en alto, mutilada, sin uñas. Un hombre con cuerpo de holocausto, mirando a través de una ventana. Una niña de la mano de una muñeca atravesando un campo minado de veneno. Dice Josef Koudelka que una buena foto es aquella que no se puede olvidar. No especifica el fotógrafo checo, ni explica, cómo surge aquella comunión que a veces ocurre entre quien mira y lo mirado, donde a pesar del dolor, nace la belleza, incluso, como denuncia de la muerte y la injusticia.

Durante tres años, recorrió 15 mil kilómetros al volante de su Proton Wira, un auto malayo de la década del 90 que lo llevó a Entre Ríos, Misiones, Chaco, Córdoba y Santa Fe. En su recorrido recogió un centenar de testimonios de víctimas de las fumigaciones con agrotóxicos en Argentina, y dejó memoria del impacto real que los agroquímicos provocan en bebés, niños y adultos, en tiempos de una lógica expansión de los cultivos genéticamente modificados (GM). Pablo se propuso corroborar los datos que había escuchado sobre los efectos que el herbicida de uso más extendido, el glifosato, estaba provocando. Y aunque la mayoría de los estudios aseguran que es una sustancia estable y su consumo “implica muy bajo riesgo para la salud humana”, la falta de control, la mezcla de químicos y las fumigaciones cercanas a las viviendas potencian catástrofes como las que documentan estas fotografías que hasta el 19 de septiembre podrán verse en la muestra “El costo humano de los agrotóxicos”, expuesta en el Museo Provincial de Bellas Artes Evita, en el Palacio Ferreyra.

De alguna extraña forma, la llegada de esta muestra, premiada y reconocida en distintos países del mundo, marca el retorno al punto cero en el que comenzó todo. Ese día de 2014 cuando Pablo escuchó en una radio de Buenos Aires la voz de un médico cordobés, Medardo Ávila Vázquez, revelando cifras aterradoras recopiladas por la Red de Médicos de Pueblos Fumigados. Fue en ese momento que decidió que era urgente dar a conocer las historias de las que hablaba Medardo, quien junto al abogado ambientalista Darío Ávila y Sofía Gatica, de Madres de Barrio Ituzaingó Anexo, se convirtieron en sus compañeros de ruta y de lucha contra el ecogenocidio perpetrado por multinacionales como Monsanto, expulsado de la localidad de Malvinas Argentinas gracias a la resistencia colectiva.

En ese contexto, donde surgían investigaciones que demostraban los catastróficos efectos de las fumigaciones, fue que con 33 años, una cámara prestada y usando sus vacaciones en Página/12, Pablo emprendió en noviembre de 2014 el primero de los tres viajes que conforman su registro documental. Fue en ese primer viaje que conoció a Fabián Tomasi, en palabras de Pablo, “un hermano”, y quien lo recibió en su casa de Basavilbaso, en Entre Ríos. Durante muchos años Fabián trabajó como peón rural y banderillero de aviones fumigadores, cargando y descargando agroquímicos. Terminaba sus jornadas laborales bañado en veneno. “Fabián fue el que me mostró la dimensión de la catástrofe. Él me ayudó a guionar el resto del viaje. Él me conmueve, me hace reír, está paradójicamente lleno de vida y de fuerza”, cuenta Piovano.

Cuando estuvo cerca de San Salvador, un poblado apenas saliendo de lo de Fabián, había 19 casos de cáncer en cuatro cuadras. “Eso fue como sentir el daño y se repitió a lo largo de todo el viaje en las zonas de impacto, es decir en las casas linderas a los campos. Anduve por Misiones, Chaco y Córdoba, donde están las Madres del barrio Ituzaingó, que después de tres años de bloqueo lograron echar a la planta Monsanto de esa localidad, la más grande de Latinoamérica. Algo que también me impactó, muchos de sus hijos habían muerto por envenenamiento”.

En Argentina, según datos de la Red de Médicos de Pueblos Fumigados, un tercio de la población está afectada directa o indirectamente por el glifosato. Son 13.400.000 personas que viven en los alrededores de la zona tratada con estos agroquímicos. En 2012 se utilizaron 370 millones de litros de agroquímicos sobre 21 millones de hectáreas sembradas con semillas transgénicas, es decir, sobre el 60 por ciento de la superficie cultivada del país. En la última década se triplicaron los casos de cáncer infantil y las malformaciones congénitas se cuadruplicaron. Aunque cuesta zanjar la cuestión entre informes científicos de uno u otro bando, para el fotoperiodista la causalidad es clara. Por eso, advierte que el glifosato y otros agroquímicos están prohibidos en 74 países.

Me resultaba increíble, por eso salí a constatarlo, a documentarlo -continúa-; la primera vez me acompañó Arturo Avellaneda, un compañero comprometido con la causa, y fue simplemente para hacerme compañía, para bancarme.” Las escenas que presenciaban eran tan duras que Avellaneda lloraba tres veces por día, revela Piovano. “Él tiene una conciencia biológica muy fuerte, es un tipo muy instruido, y se daba cuenta de lo que estaba pasando, pero en Chaco me dijo que no daba más, y seguí solo hasta Misiones”.

En una reflexión sobre la génesis de su trabajo, señala que hoy por hoy “nadie te dice en un medio ‘necesitamos que vayas 15 días a cubrir tal cosa’. Esa manera de hacer periodismo murió en los 90’. Los medios están para tener en vilo a un lector ávido de noticias ligeras. Y si querés hacer un trabajo de investigación, la única manera que tenés es dar el primer paso vos, con un cuerpo más o menos sólido postularte a fundaciones o a diferentes instituciones para que apoyen ese trabajo. En este tiempo, de la contemporaneidad, los que están sosteniendo la fotografía documental, son ellos. Vivimos en un tiempo donde la reflexión no prima”.

Hay una anécdota que Pablo cuenta sobre una de las primeras fotos que sacó, cuando tenía 15 años, y que reveló en el laboratorio que su padre, también fotógrafo tenía. “Me acuerdo de una florista de mi edad, una imagen muy bella, de la que hice un retrato muy malo; pero lo interesante era lo que pasaba cuando copiaba, al ver la alquimia en el laboratorio dije ‘puta, acá hay un mundo’, una forma de expresión que sentía potente y me funcionaba”. Ese mismo mundo, al que se refiere Pablo, potente y desgarrador, delicado y conmovedor, esa misma alquimia donde el dolor puede transformarse en esperanza, es lo que transmiten sus fotografías, que no son otra cosa que la voz y la mirada de un ser colectivo, enraizado con una casa común y universal, como lo es la soberanía alimenticia.

Fuente:
Consuelo Cabral, “El costo humano de los agrotóxicos”, postales del ecocidio en Argentina, 16/08/17, La Nueva Mañana. Consultado 18/08/17.

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