El trabajo fotográfico de Pablo Piovano podrá verse hasta el 19 de septiembre en el Palacio Ferreyra. Son 85 imágenes, con historias personales y universales que representan un testimonio potente y conmovedor, y denuncian las consecuencias del uso de agroquímicos.
por Consuelo
Cabral
Las imágenes del
horror se suceden una tras otra. Un niño abrazado a sí mismo, sin
pelo, con la piel destrozada por el rocío fatal de los aviones que
disparan agroquímicos. Una mano en alto, mutilada, sin uñas. Un
hombre con cuerpo de holocausto, mirando a través de una ventana.
Una niña de la mano de una muñeca atravesando un campo minado de
veneno. Dice Josef Koudelka que una buena foto es aquella que no se
puede olvidar. No especifica el fotógrafo checo, ni explica, cómo
surge aquella comunión que a veces ocurre entre quien mira y lo
mirado, donde a pesar del dolor, nace la belleza, incluso, como
denuncia de la muerte y la injusticia.
Durante tres
años, recorrió 15 mil kilómetros al volante de su Proton Wira, un
auto malayo de la década del 90 que lo llevó a Entre Ríos,
Misiones, Chaco, Córdoba y Santa Fe. En su recorrido recogió un
centenar de testimonios de víctimas de las fumigaciones con
agrotóxicos en Argentina, y dejó memoria del impacto real que los
agroquímicos provocan en bebés, niños y adultos, en tiempos de una
lógica expansión de los cultivos genéticamente modificados (GM).
Pablo se propuso corroborar los datos que había escuchado sobre los
efectos que el herbicida de uso más extendido, el glifosato, estaba
provocando. Y aunque la mayoría de los estudios aseguran que es una
sustancia estable y su consumo “implica muy bajo riesgo para la
salud humana”, la falta de control, la mezcla de químicos y las
fumigaciones cercanas a las viviendas potencian catástrofes como las
que documentan estas fotografías que hasta el 19 de septiembre
podrán verse en la muestra “El costo humano de los agrotóxicos”,
expuesta en el Museo Provincial de Bellas Artes Evita, en el Palacio
Ferreyra.
De alguna extraña
forma, la llegada de esta muestra, premiada y reconocida en distintos
países del mundo, marca el retorno al punto cero en el que comenzó
todo. Ese día de 2014 cuando Pablo escuchó en una radio de Buenos
Aires la voz de un médico cordobés, Medardo Ávila Vázquez,
revelando cifras aterradoras recopiladas por la Red de Médicos de
Pueblos Fumigados. Fue en ese momento que decidió que era urgente
dar a conocer las historias de las que hablaba Medardo, quien junto
al abogado ambientalista Darío Ávila y Sofía Gatica, de Madres de
Barrio Ituzaingó Anexo, se convirtieron en sus compañeros de ruta y
de lucha contra el ecogenocidio perpetrado por multinacionales como
Monsanto, expulsado de la localidad de Malvinas Argentinas gracias a
la resistencia colectiva.
En ese contexto,
donde surgían investigaciones que demostraban los catastróficos
efectos de las fumigaciones, fue que con 33 años, una cámara
prestada y usando sus vacaciones en Página/12, Pablo emprendió en
noviembre de 2014 el primero de los tres viajes que conforman su
registro documental. Fue en ese primer viaje que conoció a Fabián
Tomasi, en palabras de Pablo, “un hermano”, y quien lo recibió
en su casa de Basavilbaso, en Entre Ríos. Durante muchos años
Fabián trabajó como peón rural y banderillero de aviones
fumigadores, cargando y descargando agroquímicos. Terminaba sus
jornadas laborales bañado en veneno. “Fabián fue el que me mostró
la dimensión de la catástrofe. Él me ayudó a guionar el resto del
viaje. Él me conmueve, me hace reír, está paradójicamente lleno
de vida y de fuerza”, cuenta Piovano.
Cuando estuvo
cerca de San Salvador, un poblado apenas saliendo de lo de Fabián,
había 19 casos de cáncer en cuatro cuadras. “Eso fue como sentir
el daño y se repitió a lo largo de todo el viaje en las zonas de
impacto, es decir en las casas linderas a los campos. Anduve por
Misiones, Chaco y Córdoba, donde están las Madres del barrio
Ituzaingó, que después de tres años de bloqueo lograron echar a la
planta Monsanto de esa localidad, la más grande de Latinoamérica.
Algo que también me impactó, muchos de sus hijos habían muerto por
envenenamiento”.
En Argentina,
según datos de la Red de Médicos de Pueblos Fumigados, un tercio de
la población está afectada directa o indirectamente por el
glifosato. Son 13.400.000 personas que viven en los alrededores de la
zona tratada con estos agroquímicos. En 2012 se utilizaron 370
millones de litros de agroquímicos sobre 21 millones de hectáreas
sembradas con semillas transgénicas, es decir, sobre el 60 por
ciento de la superficie cultivada del país. En la última década se
triplicaron los casos de cáncer infantil y las malformaciones
congénitas se cuadruplicaron. Aunque cuesta zanjar la cuestión
entre informes científicos de uno u otro bando, para el
fotoperiodista la causalidad es clara. Por eso, advierte que el
glifosato y otros agroquímicos están prohibidos en 74 países.
“Me resultaba
increíble, por eso salí a constatarlo, a documentarlo -continúa-;
la primera vez me acompañó Arturo Avellaneda, un compañero
comprometido con la causa, y fue simplemente para hacerme compañía,
para bancarme.” Las escenas que presenciaban eran tan duras que
Avellaneda lloraba tres veces por día, revela Piovano. “Él tiene
una conciencia biológica muy fuerte, es un tipo muy instruido, y se
daba cuenta de lo que estaba pasando, pero en Chaco me dijo que no
daba más, y seguí solo hasta Misiones”.
En una reflexión
sobre la génesis de su trabajo, señala que hoy por hoy “nadie te
dice en un medio ‘necesitamos que vayas 15 días a cubrir tal
cosa’. Esa manera de hacer periodismo murió en los 90’. Los
medios están para tener en vilo a un lector ávido de noticias
ligeras. Y si querés hacer un trabajo de investigación, la única
manera que tenés es dar el primer paso vos, con un cuerpo más o
menos sólido postularte a fundaciones o a diferentes instituciones
para que apoyen ese trabajo. En este tiempo, de la contemporaneidad,
los que están sosteniendo la fotografía documental, son ellos.
Vivimos en un tiempo donde la reflexión no prima”.
Hay una anécdota
que Pablo cuenta sobre una de las primeras fotos que sacó, cuando
tenía 15 años, y que reveló en el laboratorio que su padre,
también fotógrafo tenía. “Me acuerdo de una florista de mi edad,
una imagen muy bella, de la que hice un retrato muy malo; pero lo
interesante era lo que pasaba cuando copiaba, al ver la alquimia en
el laboratorio dije ‘puta, acá hay un mundo’, una forma de
expresión que sentía potente y me funcionaba”. Ese mismo mundo,
al que se refiere Pablo, potente y desgarrador, delicado y
conmovedor, esa misma alquimia donde el dolor puede transformarse en
esperanza, es lo que transmiten sus fotografías, que no son otra
cosa que la voz y la mirada de un ser colectivo, enraizado con una
casa común y universal, como lo es la soberanía alimenticia.
Fuente:
Consuelo Cabral, “El costo humano de los agrotóxicos”, postales del ecocidio en Argentina, 16/08/17, La Nueva Mañana. Consultado 18/08/17.
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