sábado, 9 de diciembre de 2017

Un haras en cada escuela rural fumigada

El uso del glifosato y el recuerdo de Juan, un chico que murió mientras limpiaba bidones con agrotóxicos.

por Fernando Mut

Durante más de veinte años trabajé como docente, primero como maestro de grado y luego como profesor de historia, en una escuelita ubicada en las afueras de la ciudad de Rosario, en una zona de quintas de producción de verduras, en la que durante mucho tiempo también se sembró soja. Acá nomás. Tan cerca y tan lejos. Durante esos veinte años he escuchado las historias de vida de alumnas, alumnos, madres y padres que vivían y trabajaban en el campo y que, utilizando distintos tipos de agrotóxicos, entre ellos el tristemente célebre glifosato, manifestaron graves problemas para su salud. Recuerdo muchos testimonios que aludían a eso que alguien denominó "daños colaterales", reconociendo, con esta terminología bélica, la existencia de una guerra, química e invisible, que los malos gobiernos lanzaron contra la población, especialmente contra los más pobres. Daños similares a los que por miles se multiplican en toda la región y que cualquier persona puede encontrar en los trabajos que, a pesar de la existencia de un sistema diseñado para el secreto, presentan, entre otras redes, los médicos de pueblos fumigados. (1)

De todas esas historias de vida, la que más nos conmovió, a mí y a mis compañeras, fue la de Juan, un adolescente que no padecía ninguna enfermedad y que jugaba al fútbol todos los días en los recreos, que se encargaba de limpiar los bidones con agrotóxicos que se guardaban en el galpón aledaño a la casa donde vivía con su familia y que se desplomó de un momento a otro mientras realizaba su tarea habitual en medio del campo. Toda explicación sobre lo sucedido se redujo a dos palabras: muerte súbita. El centro de salud, la policía, el patrón, los parientes, todos repitieron lo mismo, casi como un mantra. Entre el llanto de sus hermanitos, el rezo del rosario y el doloroso silencio de su madre, podía oírse: muerte súbita, paro cardíaco. Lo velaron en la misma casa, al lado del galpón.

"¿Nadie notó la epidemia de muerte súbita y cáncer que invade el mar de soja que sostiene la economía del acaparamiento?"

Creo que esa misma noche comencé a transformarme en uno de aquellos seres imaginarios a los que tanto teme el presidente de la Sociedad Rural: un "furibundo ambientalista". En esos días le puse estas palabras a la indignación: "Décadas y décadas de servicio semiesclavo para nada. Para no tener nunca casa. Para ser descartados de la noche a la mañana por el dueño de las quintas al cambiar verdura por soja, producción por alquiler, mano de obra barata por máquina gasolera. O al fin, de cuentas, al fin de todas las miserias posibles, para morir adolescente de extraña muerte súbita, tirado como un perro al lado de un tractor, para morir en negro; para nacer muerto. Efectos de los agrotóxicos de ahora y de siempre. Efectos del capitalismo salvaje en los campos tan celestes, tan blancos, tan verdes de la patria. ¿O es que nadie notó aún la epidemia de muerte súbita y cáncer que invade como langosta el mar de soja que sostiene la economía del acaparamiento de territorio, desde la cordillera de los barricks hasta las costas ribereñas del litoral? Ese es el modelo. Esa es la ecuación que todo lo justifica: muerte por oro. Oíd el ruido de nuevas cadenas: rentabilidad, rentabilidad, rentabilidad".

El dolor de una madre por la muerte de su hijo no tiene fin. Tampoco la tristeza. No habrá explicación que lo cure. Ningún tardío proyecto legislativo le va a devolver la vida a Juan, ni a Santiago Nicolás Arevalo, el niño de cuatro años que murió en Goya dos días después de entrar en contacto con "inocuos" plaguicidas. Tampoco le devolverá la salud a Fabián Tomasi, el ex fumigador, autodenominado "la sombra del éxito", que se convirtió en uno de los grandes símbolos de esta lucha contra un modelo productivo en un país envenenado.

"Existen varias leyes, empezando por la Constitución, cuyas letras nos protegen, sin embargo nos siguen fumigando como bichos"

En Rosario
Por eso algunos "furibundos ambientalistas" creemos que la disputa dada en estos días en Rosario, en torno a la ordenanza de prohibición del glifosato, es de trascendental importancia justamente porque abre un debate que va mucho más allá de ella misma. Existen varias leyes, empezando por la Constitución, cuyas letras nos protegen; sin embargo nos siguen fumigando como bichos. No existe ningún trabajo científico independiente que diga que el glifosato no hace daño a la salud y al ambiente. Por el contrario, sobran las investigaciones que explican los trastornos que trae el uso de estos agrotóxicos especialmente en las poblaciones rurales vecinas a los cultivos. Y los más vulnerables a los venenos, todos lo sabemos, son precisamente los niños. Esto es lo que dicen, por ejemplo, los Manuales de Educación Ambiental censurados, desde el año 2011, por la presión de las mismas corporaciones que hace unos días se hicieron presentes en los despachos de los concejales rosarinos del oficialismo para exigirles una obediencia debida que pone en riesgo nuestra salud y la de las generaciones futuras.

Muchos de los argumentos esgrimidos en estos días por los fundamentalistas del veneno son de un grado de perversión difícil de superar, empezando por las alusiones a esa nueva biblia de neón que llaman "Buenas prácticas agrícolas", con la que ahora pretenden culpar a las víctimas por sus enfermedades. ¿Dónde estuvo escondido el santo grial de las "buenas prácticas", durante estos veinte años, mientras arrojaban indiscriminadamente millones de litros de pesticidas y el mercado de los herbicidas crecía más del mil por ciento?

En estos días, un concejal llegó a decir que, si no se usan transgénicos, la muerte de hambre será mucho mayor que la del cáncer por glifosato. ¡Cuánta generosidad de su parte! Por eso creemos que lo que está en debate no es sólo una ordenanza, lo que está en juego es si queremos seguir atados a este modelo productivo donde unos pocos se enriquecen decidiendo nuestras formas de vivir y de morir, o fomentamos otro modelo basado en la agroecología que produzca alimentos sanos para pueblos libres.

Hasta que esto suceda, tal vez, en este mundo del revés, donde un ladrón es vigilante y otro es juez, tengamos que llevar al concejo la brillante propuesta de un alumno de Ana Zavaloy, la valiente maestra de San Antonio de Areco que, como Mariela Leiva, Estela Lemes, Andrea Druetta o Fernando Duranti, entre otros trabajadores de la educación, pusieron la voz y el cuerpo para proteger la salud de sus alumnos en esta Argentina fumigada: "Pongamos un haras", dijo el chico. "Porque como a los caballos no los fumigan, si ponemos un haras acá tampoco nos van a fumigar, ¿no?" (2).

Fernando Mut Miembro de la Red Federal de Docentes por la Vida.
  1. En este sentido podemos mencionar a Dr. Damián Verseñazi (UNR), el Dr. Medardo Avila Vazquez (UNCórdoba), la Dra. Delia Aiassa (UNRío Cuarto), el Dr. Jorge Kaczewer (UBA) o el Dr. Damián Marino (UNLP), Por citar sólo a algunos de los más representativos médicos que hacen honor a su profesión en esta batalla desigual contra las corporaciones extractivistas. 
  2. El relato, en el libro "La Argentina fumigada" de Fernanda Sández, continúa así: "Es real: en la zona hay varios establecimientos en los que se crían caballos, y por respeto a la salud de los carísimos equinos, los venenos están contraindicados en las inmediaciones".
Fuente:
Fernando Mut, Un haras en cada escuela rural fumigada, 09/12/17, La Capital. Consultado 09/12/17.

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