El uso del
glifosato y el recuerdo de Juan, un chico que murió mientras
limpiaba bidones con agrotóxicos.
por Fernando Mut
Durante más de
veinte años trabajé como docente, primero como maestro de grado y
luego como profesor de historia, en una escuelita ubicada en las
afueras de la ciudad de Rosario, en una zona de quintas de producción
de verduras, en la que durante mucho tiempo también se sembró soja.
Acá nomás. Tan cerca y tan lejos. Durante esos veinte años he
escuchado las historias de vida de alumnas, alumnos, madres y padres
que vivían y trabajaban en el campo y que, utilizando distintos
tipos de agrotóxicos, entre ellos el tristemente célebre glifosato,
manifestaron graves problemas para su salud. Recuerdo muchos
testimonios que aludían a eso que alguien denominó "daños
colaterales", reconociendo, con esta terminología bélica, la
existencia de una guerra, química e invisible, que los malos
gobiernos lanzaron contra la población, especialmente contra los más
pobres. Daños similares a los que por miles se multiplican en toda
la región y que cualquier persona puede encontrar en los trabajos
que, a pesar de la existencia de un sistema diseñado para el
secreto, presentan, entre otras redes, los médicos de pueblos
fumigados. (1)
De todas esas
historias de vida, la que más nos conmovió, a mí y a mis
compañeras, fue la de Juan, un adolescente que no padecía ninguna
enfermedad y que jugaba al fútbol todos los días en los recreos,
que se encargaba de limpiar los bidones con agrotóxicos que se
guardaban en el galpón aledaño a la casa donde vivía con su
familia y que se desplomó de un momento a otro mientras realizaba su
tarea habitual en medio del campo. Toda explicación sobre lo
sucedido se redujo a dos palabras: muerte súbita. El centro de
salud, la policía, el patrón, los parientes, todos repitieron lo
mismo, casi como un mantra. Entre el llanto de sus hermanitos, el
rezo del rosario y el doloroso silencio de su madre, podía oírse:
muerte súbita, paro cardíaco. Lo velaron en la misma casa, al lado
del galpón.
"¿Nadie
notó la epidemia de muerte súbita y cáncer que invade el mar de
soja que sostiene la economía del acaparamiento?"
Creo que esa
misma noche comencé a transformarme en uno de aquellos seres
imaginarios a los que tanto teme el presidente de la Sociedad Rural:
un "furibundo ambientalista". En esos días le puse estas
palabras a la indignación: "Décadas y décadas de servicio
semiesclavo para nada. Para no tener nunca casa. Para ser descartados
de la noche a la mañana por el dueño de las quintas al cambiar
verdura por soja, producción por alquiler, mano de obra barata por
máquina gasolera. O al fin, de cuentas, al fin de todas las miserias
posibles, para morir adolescente de extraña muerte súbita, tirado
como un perro al lado de un tractor, para morir en negro; para nacer
muerto. Efectos de los agrotóxicos de ahora y de siempre. Efectos
del capitalismo salvaje en los campos tan celestes, tan blancos, tan
verdes de la patria. ¿O es que nadie notó aún la epidemia de
muerte súbita y cáncer que invade como langosta el mar de soja que
sostiene la economía del acaparamiento de territorio, desde la
cordillera de los barricks hasta las costas ribereñas del litoral?
Ese es el modelo. Esa es la ecuación que todo lo justifica: muerte
por oro. Oíd el ruido de nuevas cadenas: rentabilidad, rentabilidad,
rentabilidad".
El dolor de una
madre por la muerte de su hijo no tiene fin. Tampoco la tristeza. No
habrá explicación que lo cure. Ningún tardío proyecto legislativo
le va a devolver la vida a Juan, ni a Santiago Nicolás Arevalo, el
niño de cuatro años que murió en Goya dos días después de entrar
en contacto con "inocuos" plaguicidas. Tampoco le devolverá
la salud a Fabián Tomasi, el ex fumigador, autodenominado "la
sombra del éxito", que se convirtió en uno de los grandes
símbolos de esta lucha contra un modelo productivo en un país
envenenado.
"Existen
varias leyes, empezando por la Constitución, cuyas letras nos
protegen, sin embargo nos siguen fumigando como bichos"
En Rosario
Por eso algunos
"furibundos ambientalistas" creemos que la disputa dada en
estos días en Rosario, en torno a la ordenanza de prohibición del
glifosato, es de trascendental importancia justamente porque abre un
debate que va mucho más allá de ella misma. Existen varias leyes,
empezando por la Constitución, cuyas letras nos protegen; sin
embargo nos siguen fumigando como bichos. No existe ningún trabajo
científico independiente que diga que el glifosato no hace daño a
la salud y al ambiente. Por el contrario, sobran las investigaciones
que explican los trastornos que trae el uso de estos agrotóxicos
especialmente en las poblaciones rurales vecinas a los cultivos. Y
los más vulnerables a los venenos, todos lo sabemos, son
precisamente los niños. Esto es lo que dicen, por ejemplo, los
Manuales de Educación Ambiental censurados, desde el año 2011, por
la presión de las mismas corporaciones que hace unos días se
hicieron presentes en los despachos de los concejales rosarinos del
oficialismo para exigirles una obediencia debida que pone en riesgo
nuestra salud y la de las generaciones futuras.
Muchos de los
argumentos esgrimidos en estos días por los fundamentalistas del
veneno son de un grado de perversión difícil de superar, empezando
por las alusiones a esa nueva biblia de neón que llaman "Buenas
prácticas agrícolas", con la que ahora pretenden culpar a las
víctimas por sus enfermedades. ¿Dónde estuvo escondido el santo
grial de las "buenas prácticas", durante estos veinte
años, mientras arrojaban indiscriminadamente millones de litros de
pesticidas y el mercado de los herbicidas crecía más del mil por
ciento?
En estos días,
un concejal llegó a decir que, si no se usan transgénicos, la
muerte de hambre será mucho mayor que la del cáncer por glifosato.
¡Cuánta generosidad de su parte! Por eso creemos que lo que está
en debate no es sólo una ordenanza, lo que está en juego es si
queremos seguir atados a este modelo productivo donde unos pocos se
enriquecen decidiendo nuestras formas de vivir y de morir, o
fomentamos otro modelo basado en la agroecología que produzca
alimentos sanos para pueblos libres.
Hasta que esto
suceda, tal vez, en este mundo del revés, donde un ladrón es
vigilante y otro es juez, tengamos que llevar al concejo la brillante
propuesta de un alumno de Ana Zavaloy, la valiente maestra de San
Antonio de Areco que, como Mariela Leiva, Estela Lemes, Andrea
Druetta o Fernando Duranti, entre otros trabajadores de la educación,
pusieron la voz y el cuerpo para proteger la salud de sus alumnos en
esta Argentina fumigada: "Pongamos un haras", dijo el
chico. "Porque como a los caballos no los fumigan, si ponemos un
haras acá tampoco nos van a fumigar, ¿no?" (2).
Fernando Mut Miembro de la
Red Federal de Docentes por la Vida.
- En este sentido podemos mencionar a Dr. Damián Verseñazi (UNR), el Dr. Medardo Avila Vazquez (UNCórdoba), la Dra. Delia Aiassa (UNRío Cuarto), el Dr. Jorge Kaczewer (UBA) o el Dr. Damián Marino (UNLP), Por citar sólo a algunos de los más representativos médicos que hacen honor a su profesión en esta batalla desigual contra las corporaciones extractivistas.
- El relato, en el libro "La Argentina fumigada" de Fernanda Sández, continúa así: "Es real: en la zona hay varios establecimientos en los que se crían caballos, y por respeto a la salud de los carísimos equinos, los venenos están contraindicados en las inmediaciones".
Fuente:
Fernando Mut, Un haras en cada escuela rural fumigada, 09/12/17, La Capital. Consultado 09/12/17.
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